30 de mayo de 2011

Historia de uno IV

Dormía. ¿Dormía? Quizá, tal vez... pero no, sabía en el fondo que no dormía, o sabía quizá, tal vez, que no dormía profundamente.

Estaba flotando en la habitación. Era consciente del momento. Que digo del momento, del no momento. Del no tiempo. El tiempo no pasaba, no corría la noche hacía el día. Una suave música aletarga su mente, y él, aprisionado, sigue su tranquilo ritmo traducido en un palpitar bajo y una respiración mínima y profunda. Es consciente de todo eso, pero allí está, hipnotizado, narcotizado, paralizado, extasiado por todo.

Es curioso, sabe que lleva largo tiempo así, está consciente, pero... el tiempo no pasa, y él sigue sin poder moverse. Solo escucha, escucha esa música, esa suave voz, exótica, que no entiende, pero que lo tiene preso entre el subconsciente y el momento, allí, contra la cama.

De repente, algo sucede. Se pone a pensar... que pasa, me habré despertado, donde estoy, que hago aquí y así... mientras tanto, la música sigue sonando, misma intensidad pero, en distinto plano. La chica de la voz narcótica ya no tiene el poder. Y él empieza a recordar. Recuerda su casa, su cama... recuerda acostarse cansado, agotado... recuerda el calor que hacía... recuerda todas la cosas que hizo, y las que tiene que hacer...

Mientras va recordando, sin mover un solo músculo aún, la música se va desvaneciendo, y el espíritu celestial de esta ahora solo es un repetitivo mantra que lanza un simple reproductor. El calor de la habitación le va volviendo al cuerpo, y la luz parece que quiera despuntar y entrar tímidamente por su ventana. Ahora si es plenamente consciente, ahora si siente el tiempo como pasa, y siente de nuevo, y de manera muy distinta, como sigue sin poder escapar. Ahora, de su nueva realidad.

Sigue sin moverse aún, pero sabe que pronto lo hará, es momento de levantarse y continuar. Ya es plenamente consciente... consciente, que una noche más, se le escapó el tiempo y se quedó sin saber que le quería decir la chica de la canción.

13 de mayo de 2011

Hasta que la vida los separe

Había una vez, un lindo lugar. Este tenía mar; bahía, calas, puerto, río… en cambio, en la parte alta, el pueblo descansaba en la ladera de unas montañas, las últimas de un inmenso sistema que formaban cordilleras, valles, circos, cañones…

Existían dos grandes clanes, que dominaban cada uno un sector del lugar. El clan del emperador dominaba la costa. El emperador era el pez más respetado en la zona. Su prominente apéndice delantero era el icono del escudo del clan emperador. Una gran y larga espada se hacía respetar en la heráldica y en la vida real. Por su parte, en la zona alta, el clan imperial dominaba las montañas. Su nombre… este águila (la imperial) era el animal más majestuoso de la región. Con su vuelo, que simbolizaba las alturas, controlaba todo lo que acontece en la zona, y con sus garras curvas y afiladas protegía esta del clan rival. Una corta, curva y violentamente afilada espada era el símbolo de respeto heráldico, y cotidiano, del clan imperial.

El clan del emperador ni se acercaba a los montes, y el clan imperial hacía lo propio con la costa. Un emperador sin imperio y un imperio sin emperador. Así era la vida en tan lindo y peculiar lugar.

Un día, la catástrofe desembarcó en tan hermoso sitio. El jefe del clan emperador tenía una única hija. Su homónimo del clan imperial tenía un único hijo barón. Y sí… se enamoraron perdidamente uno del otro. La noticia se expandió como la peste por el lugar.

Todo estaba tramado. Al anochecer, el mejor espadachín del clan del emperador entraría en la habitación del joven enamorado y le quitaría la vida con su larga espada. Por el otro lado, el imperial, los “preparativos del enlace” tampoco se dejaron de lado. Al alba, el más sigiloso y sanguinario de sus mercenarios entraría en la estancia de la joven enamorada y con su garra de águila le arrancaría el enfermizo corazón, terminal de amor. Y así sucedió todo.

A la mañana siguiente todos se levantaron horrorizados. Habían perdido aquello que más amaban. Ni el mar ni las montañas conseguían mitigar el dolor de unos u otros. Ambos clanes, de luto, se dieron una tregua y celebraron unos amargos funerales conjuntamente. La ceremonia estuvo presidida de gran fasto y emotividad.

Al margen de todo aquello, fuera de cualquier protagonismo, un hombre, ya mayor, contemplaba el espectáculo. Su nombre era Logos. Este personaje vivía en una humilde casa en el centro del pueblo. Unos días bajaba al mar a bañarse, otros a la montaña a pasear. No era de ningún clan, no tenía escudo, ni arma, ni causa, ni honor, ni familia que defender, por eso, ninguno de sus compatriotas se metía con él. No era contrincante a tener en cuenta. Era uno, y uno no es nada.

Así que desde la nada, nadie (Logos) asistió impertérrito al funeral. Mientras unos y otros, antagónicos, se lamentaban al unísono, el viejo desde su esquina dijo al viento “curiosa sociedad, lo que la muerte une la vida lo separa”.