Clara noche de verano. El sonido mudo de una música ahogada llenaba con estridencia una habitación vacía. Afuera, en el oscuro cielo, las estrellas, que brillaban dentro de él. Y adentro, él. Contemplando y escuchando la invisible y muda noche. Pensando en su sereno paroxismo. Sintiendo y asistiendo amargamente impávido a aquella dulce inflamación. Dubitativamente seguro, trataba de disuadir su convencimiento acerca ese sentimiento. Pues por mucho que pensara distraídamente acerca de ello, solo conseguía sentirse lleno de vacío.
Pensaba en su terrible belleza (de ella). En su ignorante astucia. Su simple sutileza. Y la imaginaba, dejando escapar una media sonrisa, andando con su graciosa torpeza. No obstante, permanecía pavorosamente osado a aceptar su secreto revelado. Mientras aquella callada música sin palabras gritaba los últimos compases, balada sin letra, él recordó parte de una de las estrofas de la versión cantada, que decía:
"No hay nada que pueda dañarte en la noche solitaria
Iré hacia ti y te mantendré a salvo y caliente
Es tan fuerte mi amor"
El oxímoron, juego entre opuestos, metáfora de las paradojas mundanas del amor, es una figura retórica aparecida y utilizada en la literatura desde la Antigua Grecia. Heráclito la utilizó y popularizó.
Paradojas de la vida, el nombre de ella -el oscuro objeto del deseo y del amor en esta historia- también deriva de la Antigua Grecia, y en griego antiguo su nombre significa princesa. Además, al igual que Heráclito, que fue de Éfeso -actual Turquía-, "princesa" dio nombre a una ciudad en Capadocia -también Turquía, actualmente-.
Y es que no hay nada más contradictorio en el amor que sentir la cercana lejanía, la desangelada calidez de la distancia, la sensata embriaguez de la ilusión o la paciente excitación de la esperanza.