París. El otoño hace presencia en la ciudad. Las hojas rojas inundan los parques. El cielo grisáceo y la lluvia humedecen el ambiente, y lo refresca. Aire nuevo, fresco... pero tan cargado, cargado de recuerdos y experiencias únicas que no volverán, o que se van, junto esas suaves pero ya frescas ráfagas de viento. El olor de las hojas húmedas se confunde y entremezcla con el humo que desprenden las primeras chimeneas. Pero también huelen los primeros marrons y los calientes y dulces crêpes de chocolate o de mermelada.
Este desangelado, pero a la vez cálido ambiente otoñal, recorre también el cuerpo y la consciencia crepuscular de quien va a cumplir 90 años. Y allí está sentando, contemplándolo todo. Tomando su café. Mientras el otoño vuelve, transcurre, y lo degusta desde aquella silla.
Recuerda su infancia en el barrio. Aquellas calles, plazas, parques vacíos de turistas, que tan bien conoce, y se le escapa una socarrona sonrisa al pensar en los bancos, que tanto dieron de sí. Recuerda los cafés, aquellos conciertos en directo, aquellos bailes, ah!... el Moulin de la Galette... y recuerda su mirada, sus ojos, su sonrisa. Aquellos labios que entreabiertos dejaban ver unos dientes blancos y delicadamente perfectos.
Los ojos borrosos por una dulce nostalgia imitan el efecto de la lluvia en las luces de las farolas y los comercios. Y allí está él, recapitulando, el narrador de una historia que llega a su fin. El libro no sigue, o, qué importa como vaya a seguir, él tiene su historia, y es la historia que le gusta, la que ahora recuerda y la que le emociona. No tiene cuerpo ni estómago para más. Quizá volver a revivirla estaría bien... pero no, para qué? él ya la vivió, y allí, aquel lluvioso, frío y otoñal día está repasando a grandes trazos aquella vida. Y eso es lo que le complace. Aquel iba a ser su otoño definitivo. Basta ya de viajes, se dijo a sí mismo... o bueno, por una sola vez más, tal vez aún le quedaba un último por hacer. Aquel que le llevaría al mar.
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